La cultura de la muerte en el paganismo antiguo

"Los romanos construyen un cementerio y lo llaman paz”. Tácito. Siglo I

En la sociedad antigua, en Grecia y en Roma, el aborto y el infanticidio estaban en parte, permitidos y socialmente tolerados. Esa forma de aceptación se basaba en la autoridad absoluta del padre sobre los hijos. Sin embargo, había significativas excepciones. El juramento hipocrático incluye un rechazo del aborto. La Lex cornelia (hacia 85 a. C.) tiene en cuenta las penas de los que trabajan con venenos, incluyendo las sustancias abortivas. Septimio Severo (193-211) trata el aborto como un “crimen extraordinario” y la mujer que aborta es condenada al exilio. En el mundo judío, dice el historiador Flavio Josefo, “la ley ordena educar a todos los niños, y prohíbe que la mujer se provoque un aborto; una mujer culpable de ese delito es una infanticida porque destruye un alma y disminuye la raza” (Contra Apion, II, 202). En la Roma antigua, el historiador romano Tácito se asombraba de que las mujeres judías y cristianas no quisieran abortar.
La eugenesia en Grecia y Roma
En Esparta, desde su nacimiento el espartano pertenecía al Estado y debía vivir en función de la colectividad. Los niños débiles o enfermos debían perecer. Un hombre sabio era comisionado por los espartanos o “iguales” para lanzar a los acantilados a los niños deformes. En la democrática Atenas, Sócrates consigna que “las mujeres darán hijos al Estado desde los veinte a los cuarenta años, y los hombres… hasta los cincuenta y cinco años”. Luego, el ciudadano que engendre después de este plazo será “culpable de injusticia y de sacrilegio” y el hijo será considerado ilegítimo. Ello por cuanto la obligación del ciudadano es dar a la patria “una progenie más virtuosa y más útil”. Platón mismo constata que los hijos contrahechos y deformes debían ser encerrados en un punto oculto.
Platón da cuenta que Esculapio no prescribía tratamiento alguno a “los cuerpos radicalmente enfermizos” y no creía “conveniente alargarles la vida y los sufrimientos por medio de un régimen constante de inyecciones y evacuaciones”, de modo de no ponerlos “en el caso de de dar al Estado súbditos que se les pareciesen”. Esculapio, considerado un “hombre político”, determinaba que “no deben curarse aquellos que por su mala constitución no pueden aspirar al término ordinario de la vida marcado por la naturaleza, porque esto no es conveniente ni para ellos ni para el Estado”. En el libro tercero de “La República” se habla de establecer en ella “una medicina y una jurisprudencia que… se limiten al cuidado de los que han recibido de la naturaleza un cuerpo sano y un alma bella. En cuanto a aquellos cuyo cuerpo está mal constituido, se los dejará morir”.
Aún más, Platón agrega: “Es preciso, según nuestros principios, que las relaciones de los individuos más sobresalientes de uno u otro sexo sean muy frecuentes, y las de los individuos inferiores muy raras; además, es preciso criar los hijos de los primeros y no los de los segundos, si se quiere que el rebaño no degenere… Todas estas medidas deben ser conocidas sólo por los magistrados, porque de otra manera sería exponer el rebaño a muchas discordias… Dejaremos a los magistrados el cuidado de arreglar el número de matrimonios, a fin de que haya siempre el mismo número de ciudadanos, reemplazando las bajas que se produzcan en la guerra, las enfermedades… Se sacarán a la suerte los esposos, haciéndolo con tal maña, que los súbditos inferiores achaquen a la fortuna y no a los magistrados lo que les haya correspondido… Los jóvenes que se hayan distinguido en la guerra o en otras cosas, se les concederá… el permiso de ver con más frecuencia a las mujeres. Éste será el pretexto legítimo para que el Estado sea en grande parte poblado por ellos”.
Más aún, Teognis de Mégara, poeta del siglo VI antes de Cristo, que consideraba que la raíz profunda de los males de su tiempo estaba la condición abyecta del pueblo y en el enriquecimiento de las clases bajas, da cuenta del pesimismo trágico de los griegos clásicos al sostener: “¿Sería mejor para los niños no haber nacido? Pero aunque eso fuese lo óptimo, si ya nacieron, lo mejor que les podría suceder es traspasar las puertas de Hades cuanto antes”.
En Roma, el emperador Augusto consagró sus energías no sólo a remozar las estructuras del Estado y embellecer la capital, sino también al “renacimiento del antiguo espíritu romano”. Ello por cuanto fue honrando las virtudes antiguas que el pueblo romano se hizo digno de mandar al mundo. Con tal objeto, Augusto acometió la reforma de costumbres rehabilitando a la familia, base de toda sociedad sana. En aquel tiempo, la mujer romana no constituía una base familiar. El lujo y la sed de placeres habían corrompido a las mujeres tanto como a los hombres. Al salir de casa y lanzarse al mundo exterior, la matrona ganó en espontaneidad y amabilidad, pero no sólo abandonó su altivez innata, sino también su castidad. Con ello se consideró que la familia estaba herida de muerte. La romana confiaba a sus esclavas los trabajos domésticos y la educación de sus hijos. Asimismo, la vida familiar era una parodia. De hecho los lazos conyugales eran considerados obligaciones provisionales tan fáciles de romper como de contraer. Los romanos hicieron del divorcio un deporte.
A pesar de sus propias contradicciones, Augusto combatió mediante decretos esta ansia de placeres y su consecuencia: la degeneración de la aristocracia y la degradación social. Intentó recrear una aristocracia selecta destinada a las supremas funciones del Estado. Augusto prohibió los matrimonios de los senadores y sus descendientes con esclavos libertos y de dudosas costumbres, los cuales eran cada vez más frecuentes. Por esta vía, la extinción de las rancias familias nobles era inevitable y de hecho fueron sustituidas por sangre nueva y provinciana. Pese al celo reformador de Augusto, la vida romana continuó entre excesos y corrupción. Determinado estaba el destino del Imperio.

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